QUE SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS
“¿Quién hay que viva y no muera jamás, o que pueda escapar del poder del sepulcro?” (Salmos 89:48 NVI)
Quizá cada vez que vamos avanzando en años, la muerte se va haciendo más real en nuestras vidas. No es que los jóvenes sean inmunes a él, sino su autodescubrimiento no les deja tiempo de valorar la fragilidad de la vida, pero cuando los años van pasando y la muerte empieza a merodear sus existencias, comprenden lo que mi abuela siempre me repetía siendo yo un mozo, y que ahora lo entiendo perfectamente: “todos estamos en la fila de la muerte esperando nuestro turno, con la incertidumbre de no saber cuándo nos toca”.
Cada vez que me voy enterando que ya le tocó el turno a una persona que algún momento pasó por mi vida, vuelvo a preguntarme: ¿Cuándo será mi turno?, y me lleno de miedo. No es miedo a morir, ya se de mi imposibilidad de escapar de la fila, sino tengo pavor de haber vivido en vano.
Tengo miedo de perder el tiempo, de perder oportunidades, de renunciar a mis más grandes o pequeños sueños, de parar y pensar que ya no hay nada que conquistar o descubrir.
Tengo miedo de no haber sido un buen líder para mi familia, y que en vez de llevarlos en las sendas del bien y hacia el cielo, haya sido objeto de tropiezo e incredulidad. Tengo miedo de que cuando levante mis ojos en las mansiones de luz, no encuentre a ninguno que los que compartieron mi hogar en la tierra o que Dios al evaluarme me cuestione: “¿qué haces solo acá?”. O, por el contrario, que mi familia estrene departamento de oro, y yo esté inerte hasta la segunda resurrección.
Tengo miedo, de haber sido un mal padre, que desaproveché el corto tiempo que la vida me regaló para abrazar y besar a mis hijos. Tengo miedo de haberles dado todo, menos lo más importante: valores, principios y fe. Tengo miedo, que haya criado personas que hagan más penoso este mundo, que hombres y mujeres que busquen salvar lo poco de amor, misericordia y servicio que todavía queda.
Tengo miedo de haber fallado a mi llamado, de haber sido solo un asalariado o un acomodado, que no haya sido un obrero aprobado y que no merezca el título de “buen siervo fiel…”. Que no merezca siquiera una esquinita estrecha en la mesa de plata de los salvos.
Tengo miedo, finalmente, que allí en mi lecho de agonía, segundos antes de mi partida o ese instante corto antes de decir “presente” cuando me llamen y me avisen que mi turno ha llegado, me venga a la mente esa frase vil, que hace extremamente doloroso los instantes previos a la muerte: “Que hubiera pasado si…”
Hay miedo, porque muy a parte de la esperanza bienaventurada de unas mansiones de oro y de una nueva tierra, este mundo, maltrecho y descolorido, nos ha dado las cosas más bonitas en el tiempo: familia y amigos que no queremos perder; vivencias y experiencias que no queremos olvidar; y la vida, que la hemos sentido en el viento, en el frío, en el calor y en tibieza de nuestra casa. Porque hasta la oscuridad y las estrellas fueron compañeras de lágrimas, desahogos y decisiones. Entonces, la tierra por más que ahora no sea nuestro hogar ideal no dejará de serlo o ¿dónde desciende la Nueva Jerusalén? Entonces al ser entes altamente emocionales y con sentimientos que afloran fácilmente, no queremos irnos de este mundo, mucho menos si somos conscientes que desperdiciamos el tiempo de vida que se nos concedió.
Frente a la vil muerte, al darnos cuenta de que gastamos minutos y horas inútilmente, quizá demasiado tarde, la muerte no solo acarrea dolor y lágrimas, sino algo más terrible: olvido, nadie se acordará de nosotros. Y sabremos si nos tocó esa suerte, si en la evaluación final, un poquito antes del último aliento, concluimos que no cumplimos ni supimos la misión por el cual habíamos nacido.
Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta sevillano, que nació en 1836, escribe una oda sobre la muerte, trágica e impactante. El poema trata del velorio y entierro de una jovencita, y en cada palabra se esconde más que la muerte, el dolor del olvido, con un estribillo punzante que hinca el corazón: “qué solo se quedan los muertos”. Lee estos fragmentos:
De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapiáronle luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había puesto:
perdido en las sombras
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
Quiero vivir, aunque suene paradójico, más allá de la muerte, deseo que nunca me dejen solo. Lograré ese cometido, cuando segundos antes de dar el último respiro, esté convencido que hagan lo que hagan mis hijos, mis amigos y los que tuvieron contacto conmigo: nunca se olvidarán quien fui, que mi recuerdo, mis enseñanzas y mi ejemplo dejaron una marca indeleble e imborrable en sus vidas. Allí habré cumplido el consejo de Eric Butterworth: “No pases por la vida. Crece a lo largo de ella”. Porque si vivimos lo suficiente, seremos inmortales.
Mi apreciado(a) compañero(a) de fe, el salmista pregunta: “¿Quién hay que viva y no muera jamás, o que pueda escapar del poder del sepulcro?”, definitivamente nadie, pero si podemos escapar del olvido. Hay muertos que los dejan en un hueco frío y se quedan solos, pero hay otros que nunca los entierran, porque viven en nuestros recuerdos. ¿Qué piensas?… ¿qué decides?////////////.
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NOTA: Esta reflexión lo escribí en memoria de Lita Taiña, compañera de estudios (11/01/ 1976- 03/04/2022).